Cuando alguien asume un cargo público, debe considerarse a sí mismo como propiedad pública, debe aceptar por ello que puede ser valorado o ser enjuiciado por sus acciones y/o decisiones, incluso años después que haya dejado su cargo, el funcionario público debe rendir cuentas siempre.
Todos estamos en la obligación de cuidar los escasos recursos de nuestro país; cuando está en juego la ética pública no hay superior o jefe(a) que valga ni miedo que justifique, por lo tanto, callarse es una acción cómplice y cobarde. Cuando la democracia directa y participativa es subsumido por la democracia formal y burocrática se genera indignación e impotencia colectiva y en ese contexto la emoción vence a la razón y se corre el riesgo que se genere circuitos diversos de violencia, crisis institucional, desconfianza en el estado y germen de una nueva revolución para las generaciones futuras.
No olvidemos que:
"Los fines de la función pública son el Servicio a la Nación...y la obtención de mayores niveles de eficiencia...de manera que se logre una mejor atención a la ciudadanía, priorizando y optimizando el uso de los recursos públicos..." (Artículo 3 de la Ley del Código de Ética de la Función Pública)

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